Miguel Ángel Galguera

Texto incluido en el libro «Un camino Natural».

EL ESPEJO RETROVISOR DE LA MEMORIA
En el Valle de Mijares, como en cualquier otro valle, cada cierto tiempo cambian de cura párroco. Dicen los viejos que allá por 1900 arribó uno de tan grande talla que le apodaron El Curón. Cuando tuvieron que darle tierra hubo sus más y sus menos con las medidas de la caja mortuoria. A un rapaz que lo vio de cuerpo presente, como una fotografía, le quedó la imagen impresa en la retina. Aquella mente se estropeó y el chaval ya nunca fue el mismo. De mayor le conocí, cuando aliviaba su desvarío inofensivo dibujando a grafito trastornadas figuras de peces en horizontal. A los críos de los años sesenta nos hacían estremecer aquellos dibujos. Su discurso, extraviado y farragoso, no evitaba que fuera hecho con la mejor de las sonrisas. El recuerdo que me queda, como una fotografía, es su apacible sonrisa y su expresión de yo sé, chaval.
En los sesenta, precisamente, llegó a San Roque del Acebal otro cura, sustituyendo al anterior, que fuera despedido, por traslado, no por defunción, con sesenta docenas de cohetes, que ya son cohetes. No debía de estar la feligresía de la parroquia muy satisfecha con su sagrada misión. Pero ésta es otra historia.
El nuevo era un cura a la moderna trazado: comprensivo con la mocedad, cambiante en tiempos cambiantes, y tierno con los ancianos. A los hijos de madre soltera ya no se los bautizaba a escondidas ni negaba tierra sagrada a los suicidas. Los tiempos, afortunadamente, habían cambiado.
Amén de sus cualidades, el que, tiempo andando, se rebotara y, sin enfadarse, colgara de una percha los hábitos, casando con una buena mujer que, hasta donde uno sabe, le sigue amando, no empece para lo que se va a contar aquí. En estos renglones, es una orden, se viene a escribir de fotografía. Nada me satisface más que disertar sobre fotografía y fotógrafos. Yo, que no sé ni apretar el botón de una cámara, tan sólo soy y seré un espectador de la vida, vivo entre fotografías, que me ayudan al recuerdo, aunque me coloquen cada ración de melancolía que tiembla el misterio.
Pues bien, el sacerdote, además de la lectura incesante, poseía una afición confesada: el cuarto oscuro. En los bajos de la casa Rectoral donde moraba, instaló un así como laboratorio fotográfico para que revelaran sus negativos los rapaces del pueblo y veraneantes de mucha confianza. A mayores, gracias a él y sus estímulos se llevó a cabo el homenaje más tierno a la madre más anciana del valle, y a la vez se realizó el primer cross que vimos en el pueblo, nunca entendí qué tendría que ver una cosa con la otra. En la carrera pedestre venció Fernando Borbolla, que corría- y pienso que aún corre- como un gamo. La anciana, el devenir del tiempo, falleció años más tarde superado con creces el siglo de vida en la tierra. De todo ello, de los dos eventos, digo, quedan fotografías.
Y llegaron los veraneantes aquel estío lluvioso de un año mal recordado de finales de los años sesenta. Entre ellos, José María Díaz-Maroto, y Galguera, permitida sea la coquetería y el allegamiento a la cercanía de su madre, Esther, que es hermana de quien, escuchando al Camarón y sorbiendo unos suspiros que parten el alma, trata sin lograrlo, de ser ocurrente y pergeñar por lo formal estos renglones que destilan melancolía.
Aquel laboratorio clandestino, pero inocuo y amable, por lo que yo conozco, inyectó el veneno del líquido de revelar a Díaz-Maroto, y bien estuvo que fuera de tal guisa, visto lo visto. Mientras uno, éste que hoy aporrea la tecla, perseguía rapazas por las romerías y trataba de aprender a escribir (nunca lo conseguí), otro, él, revelaba fotografías y conseguía que las rapazas lo persiguieran a él. Natural, el forastero, hijo del pueblo, al fin, no era mal parecido e iba a ser fotógrafo: tenía futuro.
A la sombra velada de aquel santuario de los sueños y el misterio de la técnica del revelado acudían nativos y veraneantes rapaces, sin pegarse entre ellos. Pasaban tardes enteras, y eternas, sin dar la tabarra en casa ni meterse con nadie. Aprendieron a conseguir que una persona diera fuego al cigarrillo que su otro yo le arrima desde el ángulo opuesto de la misma fotografía; ardid que, supongo, pertenecerá a los inicios de cualquier aficionado, pero que a nosotros, profanos y segadores, nos llenaba de admiración, máxime a quienes no eran dados a tabacos. Éstos, en las pruebas fotográficas, tosían. Allí velaron sus primeras armas en el arte, sí, en el arte, de la cámara oscura que diría Nabokov, chavales que hoy son dueños de restaurantes de tronío, banqueros, oficinistas o emigrantes en México. Uno de ellos se hizo fotógrafo, como no podía ser menos. De diez uno, tampoco es exigua la proporción. El párroco progresista puede dar por bien invertidos los gastos que le hayan significado el mantener aquel cuarto cerrado a los intrusos y abierto a los aprendices o no prácticos pero sí interesados en la materia.
Por las fiestas del Rosario, igual que los gaiteros o el grupo músico-vocal conocido por La Marazul, para los del valle Los Panchines e iban que arreaban, acudía puntual un fotógrafo que retrataba la procesión y luego vendía las fotos a los clientes, ataviados con el traje típico de porruano y llanisca. Aquel verano, una serie de borrosas y desenfocadas fotos nos recuerdan a todos que los rapaces, Díaz-Maroto entre ellos, practicaban como locos con todo el que se les ponía por delante. Foto tengo en mi ajuar que, pese a que me aseguran que se trata de mí, a la presente sigue planteándome dudas razonables. En fin, allá los que saben, tampoco es cuestión de mostrarse pertinaz. El caso es denunciar que aún quedan por los álbumes pruebas irrefutables de cuán malos eran en sus inicios aquellos pioneros que bien podrían denominarse sin empacho integrantes cualificados de La Escuela de San Roque.
El fotógrafo profesional, comprensivo y nada mal tomado, se enfureció muy poco, casi nada, y no presentó reclamaciones ni pleitos de menor cuantía, pero no aceptó, pienso que en venganza, volver a hacer fotos el día del Rosario. ¿Y las obras de teatro que hacíamos para pagarnos los viajes a Santiago de Compostela, Madrid y San Sebastián? Tampoco. A cambio, se dedicó a fotografiar con acierto cierta roca sobre el mar, desde el Paseo San Pedro de Llanes, que, tiempo andando, dado que le salió tan artística, sería conocida como la Cara de Cristo, y buenos royalties le aportó toda su vida.
Pegando saltos, entre digresiones mal traídas, entre las bromas y las veras, se viene a decir ahora que la fotografía, lo tengo escrito ya más veces, debiera haberse inventado no menos de trescientos años antes. No hay, al menos para mí, mejor compañera de la Historia que una buena fotografía. Para nuestro consuelo, acompaña el recuerdo de aquel pretérito familiar más o menos reciente. Sabidas son las horas que pasa nuestra parentela contemplando viejas fotografías y comentando detalles.
Acepto que la fotografía, como arte que es, cumple muy otras funciones que despertar la melancolía de un letraherido, pero, ahora, estamos a lo que estamos. También, me lo dijo un viejo y querido fotógrafo que acompañó a De Gaulle en su vida política, cuando la fotografía apuntala a una noticia publicada en un periódico, al día siguiente sirve para envolver el bocadillo de un obrero o el pescado que un ama de casa compra en el mercado. Fue una de las lecciones de humildad más provechosas que me dieron en la vida.
Conozco bien la fotografía pública de D-M. (ay, ese negrito guiñando el ojo al ojo público de la cámara de un gayego de Madrid, siempre Cuba en el corazón de todo asturiano que se precie), pero me apetece hablar hoy de fotos menos conocidas y hasta puede que privadas, que, sobre no ser vistas habitualmente en exposiciones o catálogos, parecen hechas sólo para mí aunque las comparta gustosamente con el mancomún, y de las cuales el autor, en sus miles y miles de instantáneas, puede que ni se acuerde. Así, la foto de Itziar y Miguel, enanos, niños de tres años, y vestidos con los trajes típicos de asturianos, bajo el peral familiar que con tanto mimo cuidaba el abuelo y al que, en veranos de sequía, D-M y yo le echábamos cubos de agua, para que siguiera dando aquellas peras sumamente dulces, inigualables. De fijarnos en esta fotografía familiar, observamos detrás de los niños una yegua, joven potrilla que respondía por Romina y que, cuando la vendió Javier a un conocido, desapareció de la noche a la mañana y jamás se supo. La robaron los cuatreros, fue la explicación que nos dieron. En aquella instantánea quedó detenida la ausente, junto a nuestros hijos.
Ay, esa foto que los catálogos nombran Camino de la fuente, y a la que yo añado el apellido de la fuente Rugarcía. Me duele esa foto como una rasgadura en que algún dios malo hubiera colocado salmuera de vinagre. Me transporta a la infancia, tan lejana que sólo queda escribir de ella, perfilada de lloros, dolor de oídos, lluvia sobre la hierba recién segada de Las Llanchas y prisas para terminar la tarea e ir a la romería de Santa Marina en Parres. Luego, en el invierno de Madrid, guardaría el D-M. los vaqueros raídos, con orden estricta, o ruego humilde, a la madre de no lavarlos porque conservaran el olor a verano y sidra. Pienso que esa infancia, patria, estoy de acuerdo con Rilke, me la capturó un fotógrafo (Jose, que se la llevó con él al cielo, y sé lo que digo), siendo un braguillas de cuatro años, retratándome en pijama, repeinado y con un coche de juguete en las manos. A ese niño que fuimos, debemos quererlo y llevarle siempre muy cerca del corazón.
Ay, esa otra del lavadero de San Roque del Acebal, Llanes 1999, con su pequeño letrero que dice Prohibido lavar veículos y coger cisternas de agua. Si nos fijamos con atención, a todo lo largo de la pared blanqueada quedan restos de otras pintadas en color almagre. Uno conoce muy bien qué y cuánto significaron en la pequeña historia de su aldea, pero no se puede escribir todo. En fin, al lado de esa fuente, a finales de los sesenta, ensayábamos los rapaces la Yenka y les decíamos, en bable, picardías a las turistas francesas.
Aquí viene una lágrima que otrora se derramaría sobre el folio o recado de escribir, y que hogaño, milagros del progreso, ese puñetero que todo lo torna más frío, resbala sobre las teclas del ordenador y se va a no sé qué profundidades del teclado. D-M., eso es lo que has logrado implicándome a escribir sobre tus fotografías que, quieras que no, conforman nuestras vidas familiares, encuadran lo pretérito y concitan los recuerdos. Un segundo después de apretar el botón del obturador, ya es pasado y la foto ha detenido el tiempo, el enemigo que coloca bien de canas en el pelo del fotografiado, y al que de nada sirve que le digas, Tiempo, no vayas tan deprisa.
Escribir sobre fotógrafos y fotografía me place. Lo hago con gusto y lo sabes, pero, asimismo deberías saberlo, tu tío siempre fue un sentimental que soñaba novelas mientras otros, más despabilados, se iban de bureo a Ribadesella o Gijón. Pongo la protesta porque tengo la sensación de que, seguramente, éste no es el texto escrito ideal para acompañar un catálogo de fotos que puede dar, con seguridad la dará, la vuelta al mundo.
Otras fotos de cualquier fotógrafo, qué más da. Aquella de mi primera comunión, la cual, pese a que la hicimos con cuatro años de diferencia, me une a mi hermano Javier merced al truco de un fotógrafo que, al ampliarla, nos unió ya para siempre, por lo que, aunque la vida nos separó geográficamente, juntos miramos de frente, ligeramente a nuestra izquierda, al porvenir de la vida. Si nos detenemos en esa retrospectiva, se descubre que, milagro de la técnica, el traje de marinero que portamos ambos con orgullo, es el mismo.
Al final, echo de menos una foto de D-M., que existe y no tengo ahora a mano. La busco y la encuentro, entre papeles manuscritos. Fue una exposición de 1984 en Guadalajara. Es una chica, Conchita, esa sobrina hecha de ternura y lejanías, en fin, la vida y sus trabajos, cualquier verano volveremos a abrazarnos. Se refleja en un cristal, un calvo trata de entrar por otra puerta, toda un escena sin palabras. Yo, en mi memoria dispersa, la uno a otra instantánea, junto a un coche en el que se ve el espejo retrovisor. Me parece, aunque sea de tiempos primerizos, la foto más sugerente de cuantas conozco de D-M. Me recuerda aquel espejo retrovisor del coche del tío Rufino por el que mirábamos cuando nos llevaba a coger el tren de Torrelavega, en diferentes viajes, camino de Madrid unos, o de Valladolid otros. Cuando salíamos de San Roque del Acebal, del Valle de Mijares, por ese espejo, cámara de fotos colocada al revés del sentido de la marcha, veíamos cómo el paisaje, las casas de La Concha y los abuelos, la mansión llena de misterio de Doña Gloria, otra foto de D-M y otra novela mía, la gasolinera donde despachaba Antonio Vías, se mezcla con Nacional Dos, catálogo que extravié, la curva del Joulagua donde barrenó Quinito, el chalet del tío Rufino, la Huerta Valdés, el cartel con el nombre del pueblo, la cueva de Ciernes, final de una historia invisible, y el resto ya era el viaje, aquello que se veía de frente y por el cristal del parabrisas delantero, el del chófer y la persona de más edad. Los críos íbamos atrás. Pues bien, esa foto, ese espejo retrovisor, el de la memoria, es lo máximo a cuanto puedo llegar como metáfora hablando del trabajo de Díaz-Maroto a través del cedazo de mi escritura, pobre y humilde pero sincera. La tierra de Asturias, parafraseando a mi querido Dionisio Ridruejo, no da para más.
Ahora bien, si lo que se me pide es que escriba, o reflexione, en torno a la fotografía como experiencia vital, podría escribir mil páginas, pero seguramente todas iguales a éstas, tan lacrimógenas y mal traídas. Por ello, en mi cortedad sólo puedo añadir, aparte de lo anterior que llevo escrito, que de todas las dichas melancolías, y otras que me guardo, tienen la culpa gentes como José María Díaz-Maroto. Esos paladines, que ven y se arriesgan dos veces, Javier Bauluz, otro amigo muy querido, a los que siempre recuerdo con una cámara colgada del cuello, a modo de corbata. Fotógrafos: guardianes de mi memoria, consuetas de mis sentimientos, testaferros de mi pretérito, de veras y con el corazón lo digo, y no pongo más: os quiero.

Miguel Ángel Galguera
Valladolid, agosto de 2002.

Texto incluido en el libro «Un camino natural»

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